Hace un tiempo no tan lejano Woody Allen nos tenía muy bien acostumbrados entregándonos una película al año desde su adorada Manhattan. El hombre se lo montaba muy bien. En Estados Unidos sus películas nunca tuvieron un impacto comercial más allá de Nueva York. Pero eso a él no le importaba demasiado porque podía hacer lo que quería donde mas quería. Vamos que iba andando al trabajo. Y eso no tiene precio.
El Nueva York que nos enseña Woody Allen es de postal. Lo que hay en muchos fotogramas de muchas de esas primeras películas es una declaración de amor por Manhattan sin ningún titubeo. Y lo que nos muestra es lo que Woody quiere que veamos. Lo que él vivió en su infancia y le taladro el cerebro. Pasear por Broadway y ver todas las relucientes marquesinas de los teatros, sucumbir ante el colorido de Times Square, disfrutar de unas vistas tremendas desde el Puente de Brooklyn… Nadie ha enseñado Nueva York tan bien y tan de postal al mismo tiempo que oculta la otra cara de la ciudad (para eso ya están Spike Lee o Martin Scorsese).
Así que nada de drogatas, suciedad por todas las esquinas o peligrosos manguis nocturnos. En las pelis de Allen todo eso se obvia a favor de una ensoñación tan bien contada que sujetos como yo caemos irremediablemente. Tengo muchos fotogramas favoritos en la filmografía de este elemento. El inicio de Manhattan es todo un subidón con Raphsody in Blue tronando mientras vemos imágenes nocturnas de la ciudad, las excursiones que hacen en coche tres personajes de Hannah y sus hermanas visitando el edificio Chrysler o el Greybar, la apertura de Misterioso asesinato en Manhattan sonando I happen to like New York de Cole Porter , las idílicas descripciones de cada estación en la ciudad que nos cuenta la voz en off en Todos dicen I love you.
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