Llevo unos cuantos años comprando música, al menos 15 y desde que me independice mi colección de discos fue creciendo y creciendo hasta llegar a los inevitables y aburridos problemas de espacio. Sin embargo, a pesar de haber incrementado notablemente el número de cds siempre los disfrutaba uno a uno. Los escuchaba, tenía el libreto, los saboreaba. Soy de los que se leen los créditos, incluso hasta la sección de agradecimientos. Hay verdaderos tesoros por ahí, diseños imaginativos y juguetones que añaden un poco más de valor a lo verdaderamente importante: la música.
Desde hace unos meses, en cambio, he caido en uno de los pecados capitales: la avaricia. El desmedido afán de poseer más y más música que acaba grabada en un formato nefasto y apilada en las antiestéticas torres de cds. A veces ni me molesto en poner títulos. Estoy en el lado de los cafres, de aquella gente que no da valor a la música. Acumulando y acumulando material sin apenas saber lo que se tiene y sin degustar la música como lo solía hacer.
Pero todavía hay redención para mi, al menos eso espero. Hace un par de semanas, tras cinco meses sin adquirir nada, invertí en San Francisco Days una pequeña joya de Chris Isaak y en cuanto se publique Washington Square Serenade de Steve Earle lo tendré en mis manos. Hace años solía ir a tiendas de discos al menos una vez a la semana. Las manos me sudaban, el corazón me latía con fuerza, caminaba nervioso de un lado a otro por los pasillos buscando algo y encontrándolo siempre.
Años después incluso trabajé en el gremio. Al otro lado del mostrador recomendé con entusiasmo grandes discos como hacía el personaje de John Cusack en Alta Fidelidad. Incluso hice alguna amistad basada en la pasión común por la música y el cine. Conocí a compañeros que sentían parecida excitación a la mía a la hora de hablar horas y horas sobre la impecable carrera de Tom Waits, los desvaríos mentales de Tarantino o la imperturbable clase de Mark Lanegan. Y eso no tiene precio ni se apila en una torre.